Extracto de LA REBELIÓN DE LAS BRUJAS


<... Las docenas de antorchas que colgaban de las paredes del claustro, alumbraban el largo pasillo que conducía hasta el gran salón. Allí se efectuaría la congregación de caballeros cristianos de todo el país. Una asamblea donde proclamarían las nuevas leyes del Santísimo para reducir la religión pagana, que en esos momentos, disfrutaba de miles de fieles. Ya se habían fijado los estatutos, manuales y códigos para restringir dicha religión, pero aún quedaba pulir y aprobar varios aspectos relacionados con la insubordinación, rebelión y resistencia hacia el catolicismo; necesitaban ser justos con el mundo y llevar el reinado de Dios y de su santidad Inocencio VIII, bien respetado.




Las gigantescas puertas del salón se abrieron, de par en par, para dar acceso a tres caballeros de la Orden. El chirriar de sus armaduras resonó en el lugar semejando a pequeños graznidos de urracas. El silencio flotaba en el ambiente como pájaro de mal agüero; las llamas que crepitaban en la chimenea aumentaron de tamaño, debido a la corriente de aire que se filtró por las puertas. Había llegado la hora de jurar el voto de dichas leyes, la promesa de luchar contra fuerzas enemigas, de defender la palabra de Dios y de morir por salvar la dignidad de la fe cristiana.

Los tres soldados reverenciaron al Regente y se sentaron en los últimos sillones vacantes.

―Que comience la reunión ―dictó el Regente, sentándose en un trono de madera; desde allí podía ver a todos los integrantes y presidir la asamblea. La mirada del susodicho, tan fría y letal, le hacía parecer una serpiente de cascabel; el Regente escudriñaba cada rostro, cada gesto e incluso la forma de sentarse de cada soldado. Su disciplina era innata, perfecta y, su grupo de caballeros, mantenía esa conducta al punto.

Uno de sus discípulos se acercó a él y lo reverenció; luego anduvo hasta el centro del salón, observado por cientos de ojos desconfiados, y desenrolló un pergamino repleto de escrituras
.
―Señores… ―el joven comenzó a hablar―. Hemos recibido órdenes de nuestra santidad el Papa. Ha decretado una serie de estatutos que debemos cumplir ―se dirigió al Regente y pidió permiso para seguir. Su líder asintió―. Nuestra fe en Dios es grande, afín a nuestra fuerza, y gracias a ello hay que acatar dichas órdenes. Acabaremos con las fuerzas malignas que están seduciendo a nuestros fieles.

De repente, en la sala se escuchó un ligero murmullo. Rudolf se irguió de su trono de inmediato.
―¡¡Silencio!! ―sentenció furiosamente. Su voz, tan altiva y dirigente, consiguió acallar el sonido de la discordia―. Proseguid, Humberto ―exigió, volviéndose a sentar. El discípulo asintió.

―Comenzaré leyendo la orden fundamental ―indicó el joven monje, extendiendo el pergamino―. Su Santidad ordena que se ejecute, a todo aquel hijo de Dios, que crea a las brujas, en los demonios y en la brujería; cualquier debilidad que el hombre tenga a testimonios de un hereje también será ejecutado por menospreciar la ley de nuestro Santo Padre ―Humberto se detuvo un momento y desenrolló un poco el pergamino para seguir leyendo. Ojeó algunos rostros de los soldados. La tensión que había en el salón se podía cortar con unas tijeras. Miradas recelosas, repugnantes, devotas, hostiles…, no dejaban de observarlo. Lo que había allí en la sala era un grupo de hombres capaces de devorar al mismo demonio, locos por exterminar la triste peste pagana que asolaba Alemania. Humberto respiró profundamente para suavizar su situación, volviendo a su designación―. Segunda orden: Su Santidad ordena la primera caza de brujas en este país a manos de nuestro Regente Rudolf, asesorado por dos de sus más fieles inquisidores dominicos…, el hermano Heinrich Kramer y el hermano Jacob Sprenger. Estos hombres de Dios llegaran a nuestra fortaleza en el plazo de tres días ―siguió desenrollando el pergamino―. Tercera orden: Su Santidad exige máxima prudencia a la hora de acabar con el alma de una bruja. Ellas son portadoras de maleficios y sortilegios que despojarían la vida de un hijo de Dios. Y cuarta y última orden: Su Santidad solicita un juramento, de cada caballero de esta sala, lacrado por el sello del Regente, en el cual dictamine la intervención, ya sea necesaria, para destruir comunidades paganas opuestas al cristianismo. 

En ese instante, uno de los soldados se irguió de su sillón; agachó su cabeza y reverenció a Rudolf.

―Mi señor ―solicitó hablar. El líder indicó a Humberto que se detuviera por unos minutos.

―Hablad pues, Alfred de Moncraf ―le propuso este atentamente. Su intensa mirada se fijó en el caballero.

―Sabemos que las leyes que ha dictaminado nuestro Santo Padre son ciertamente estudiadas y elegidas por él y por todos los obispos. También entendemos que la religión pagana está creciendo y con ella comunidades enteras, pueblos e incluso pequeñas ciudades ―la voz de Alfred comenzó a cambiar de tono. Lo que diría a  continuación, trastocaría al Regente y a muchos de sus compañeros. Algo que no podía guardar y que como fiel, debía liberarlo. Había visto mucha sangre derramada por injusticias, demasiadas luchas y guerras por salvaguardar la ley del más poderoso, miles de muertes a manos de seres como él, por elogiar su religión. Y ahora que las nuevas órdenes de Su Santidad estaban decretadas para cumplirlas, él debía expresar lo que su instinto le sugería―, pero hay algo con lo que no estoy de acuerdo.

El murmullo afloró nuevamente; los integrantes de la Orden Sagrada se inquietaron. La tensión volvió a brotar.

―¡¡Silencio!! ―gritó de nuevo Rudolf, acallando a todos sus hombres; el respeto era primordial. Se levantó de su sillón y anduvo hasta el centro de la sala. Humberto se hizo a un lado―. Explicadnos, Alfred, su desacuerdo ―exigió encrespado; entrelazó sus manos detrás de su espalda.

Alfred ojeó a sus compañeros y luego al Regente.

―Una comunidad pagana es una comunidad de fieles, igual que nuestra religión tiene a sus fervientes ―prosiguió con su explicación―. El enfrentamiento, entre ambas religiones, es una lucha muy poderosa. Por supuesto, mi fe hacia Jesucristo es intocable y mataría a cualquiera que deshonre el nombre de Dios, sin embargo, no dejo de preguntarme lo siguiente: ¿acaso Dios hizo desaparecer a niños y a mujeres, de este mundo, por no practicar su fe?

La sala emitió varios gruñidos.

―¡Por supuesto que no! ¡Lo único que Dios hizo fue matar al demonio! ―La espeluznante voz de Rudolf hizo eco en toda la sala―. ¡Y el demonio poseía las almas de esas mujeres y niños!

―¿Hablamos de una seguridad justificada, señor? ¡Por supuesto que no! Yo no he presenciado a ninguna mujer transformada en demonio, ni niños portadores de malos presagios y embrujados ―Alfred comenzó a elevar sus palabras, si seguía discutiendo con el Regente, acabaría varios días en la celda de castigo, por sublevación.

Louis, uno de los compañeros de Alfred, se levantó. Su ira hacia el Regente era notable.

―Mi señor, ¿usted ha presenciado esa herejía física? ―la pregunta trastocó a Rudolf.

Rudolf respiró profundamente. ¡Insensatos! Sus hombres estaban posicionándolo en un lugar inadecuado. ¡No podía permitir esa discordia! Aunque no era el momento de castigar al capitán de la Orden por una conversación.

―He sido testigo de almas poseídas por el diablo, de mujeres lascivas deambulando por los hogares en busca de la infidelidad de hombres casados ―el brillo de maldad que destilaban sus ojos, enfurecieron a Alfred.

―¿Y no son mujeres hechas para el disfrute, prostitutas que buscan ganarse la vida y apaciguar la fogosidad de los hombres infieles? ―preguntó Adam, otro de los caballeros y hermano del capitán Alfred.

―¡No! ¡Son mujeres envenenadas por la ponzoña del Demonio!

Las voces de todos los caballeros fueron notables, muchos de ellos se levantaron a cuestionar el tema; estaban en desacuerdo con Rudolf. Otros siguieron sentados, ocultando sus opiniones, e incluso, afirmaban con un movimiento de cabeza lo que su líder les decía. 

Alfred observó a todos los integrantes de la orden. Sabía la opinión de cada uno, a pesar de ser un cuerpo de más de treinta y cinco hombres.

―Su Santidad ha decidido esa ley y como fieles a él y a Dios, ¡se aprobará por todos nosotros! ―sentenció Rudolf, entrecerrando los ojos. Su nariz se arrugó tanto por la ira que casi se le revienta una de sus venas interiores.

Alfred se quedó callado. No volvió a discutir nada más de su líder. Echó un último vistazo antes de agachar la cabeza y hacerle una venia. Adam, su hermano, y Louis, habían quedado desengañados ante la decisión.

―Además… ―continuó el Regente con aire de prepotencia. Su necesidad porque el subordinado caballero acabara despejándose de sus dudas, le retorcía las tripas―. Alfred de Moncraf, os tengo preparado una travesía para despejar vuestras dudas. ¡Partiréis mañana con dos de vuestros hombres hacia el norte! Allí se cuece mucho paganismo.

Alfred sintió como bullía su rabia por dentro. Aquel despreciable cerdo no debía llevar ese mandato tan importante. Rudolf podía ordenarle una expedición, una búsqueda, una guerra, matar a salvajes, criminales, ladrones..., pero no podía enviarlo para que volviera a liquidar a más mujeres y niños que "supuestamente" eran tocados por la mano del Diablo. Aquello era una orden mal fraguada. 

Adam presintió la furia de su hermano. Lo miró y quedó perplejo. Alfred tenía las venas de su cuello tan engrosadas que delataban su estado de rabia. 

―Quiero vuestra aprobación ¡ahora! ―La cólera del Regente, por la insurrección del caballero, lo llevaría al desequilibrio. Jamás soportaría que un soldado se elevara sobre él y sobre su posición, jamás. Aunque ahora, aquel estúpido tendría que soportar una cruzada cargada de enemigos paganos donde, la hoguera y la decapitación, serían sus más fieles aliados.

―Sí, señor...>






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